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Coquena es el dios bueno que protege a las vicuñas, a los guanacos y a todos los animalitos de la montaña. Le queda grande el sombrero y como es tan pequeñito la camiseta de lana le arrastra. 
Por las noches arrea su rebaño de llamas cargadas de oro y de plata y se roba los guanacos cuando sus dueños los cargan demasiado. Tiene una mano de lana, liviana y suave para acariciar, y otra mano de plomo, dura, muy dura, para castigar. Por eso Coquena puede ser muy generoso o terrible. Por eso todos temen y respetan a Coquena. ¿Será cierto que anda por los cerros, silbando, apoyado en un largo bastón? ¿Será cierto que guía a las cabras, a las llamas, a todos los animales que pierden el rumbo? ¿Será cierto que acarrea plata al Perú, para que allí nunca se acabe? ¿Será cierto que esconde entre las rocas bolsas con monedas de oro y de plata?


Cuentan que el Chango, un pastorcito indio, muy joven, que vivió en los valles de la hoy provincia de Salta, hace muchos, muchísimos años, vio una vez a Coquena. El Chango era pastor de cabras; como eran tan pocas, ¡apenas cinco! él le llamaba "mi majadita". Pero las cuidaba como si fueran muchísimas y siempre andaba buscándoles los mejores pastos y los arroyos de agua más clara. 
Los otros pastores de la zona, viendo cuánto cuidado tenía por ellas, sabían burlarse de él, por gusto de divertirse nomás:
-¡Cuidado con la majada, Chango. -¡No vas a equivocarte al contarlas!
¿Estás seguro de que están todas, Chango?
Pero él siempre les contestaba riendo: -¡Cinco son más que una y una es más que ninguna!
Un día, los pastores que tenían majadas grandes le dijeron: -¿Por qué no vas del otro lado del Cerro Grande? Hay un río y pastos
tiernitos, tiernitos. ¡Y a montones! ¡Como para que coman "todas tus cabras"!
-Y ustedes... ¿Por qué no van? -preguntó el Chango.
Y... es que es muy lejos - dijo uno. -Y el camino muy trabajoso -dijo otro.
-¡Yo voy a ir! -dijo el Chango muy contento.
-¿Por cinco cabras? -¡Estás loco!
-¡Sí, sí, voy a ir! Aquí el pasto es muy duro y las pobres se están poniendo muy flacas. 
Y se fue el Chango, cantando bajito, con sus cabras, en busca de pasto tierno. Las cuestas eran cada vez más empinadas, las rocas cada vez más duras. Y después de mucho andar por senderos desolados y peligrosos desfiladeros, llegó, al fin, al valle. El Chango se quedó maravillado. Aquello era más hermoso de lo que nunca pudo imaginar.
Pero ¿Cómo es que nadie lo había visto antes? -¡Vaya que había sido grande! exclamó ¡Y qué verde! Aquí pueden pastar muchísimas cabras. ¡Tengo que decirles a los otros que vengan!
Las cabras brincaban locas de contentas y comieron hasta hartarse. En tanto, el Chango, sentado en el suelo, las miraba y pensaba: -¡Qué lindas que son! Cuando la negrita tenga un cabrito van a ser seis, y seis cabras son más que cinco. Y después, a lo mejor la Manchada tiene también uno, y entonces van a ser siete, y siete cabras son más que seis. Y después...
Así pensaba cuando se dio cuenta de que ya estaba por anochecer.
-¡Bueno, golosas, ya es hora de volver a las casas! ¡Vamos! ¡Vamos!


Apenas habían empezado a andar cuando negros nubarrones cubrieron el cielo y todo se oscureció. Primero fueron unas gotas y después se desató una terrible tormenta. El viento era tan fuerte que tenía que aferrarse a las rocas para no caer. La lluvia caía a torrentes y, para colmo, un trueno espantó a las cabras que echaron a correr por todos lados. El Chango empezó a llamarlas a gritos pero estaban muy asustadas y cada vez se alejaban más. Trabajosamente, una a una, las fue reuniendo y las llevó a un refugio entre las rocas, para esperar que pasara la tormenta.
Cuando las contó se dio cuenta que faltaba una: -¡La negrita!-gritó.
Y salió a buscarla, desesperado, pensando que acaso se había caído por la pendiente. Tal vez se habría lastimado. -¡Negrita! ¡Negrita!
Desde lo alto del desfiladero, vio allá en el valle verde, un gran rebaño de llamas. ¡Nunca había visto tantas juntas!
Las llamas seguían su camino, y subían, subían, ordenaditas y seguras, como si alguien las guiara.
Pero ¡no vio ningún pastor con ellas!
-¡Es Coquena- pensó -es el dios enanito que las lleva. Sólo él puede hacerse invisible.
-¡Coquena! ¡Coquena! ¡Ayúdame por favor! Y empezó a correr y gritar tras el rebaño. -¡Coquena! ¡Coquena!
Pero las llamas habían desaparecido tras el desfiladero y sólo se veía el valle, ya casi oscurecido, iluminándose de tanto en tanto a la luz de los relámpagos. De pronto vio un pequeño bulto, tirado sobre las piedras. 
-¡Mi Negrita! -dijo con alegría- Pero cuando se agachó vio que no era su cabra sino una llama pequeña, y al parecer, herida. 
-Debe ser del rebaño-pensó, y dijo mientras la acariciaba: -¡Pobrecita! No tengas miedo, yo voy a curarte. Pero si estás temblando... ¡y mi poncho tan mojado! Voy a llevarte con mis cabras, para que te abriguen. Y cuando estés bien volverás con tu rebaño.
Le hablaba con la misma ternura que a su Majadita, pero cuando fue a alzarla, en vez de la llamita se apareció el mismísimo Coquena. El Chango se quedó mudo de la emoción y asombro. Tieso...con los brazos extendidos.
Entonces habló Coquena: -Eres bueno, Changuito, muy bueno. Pide lo que deseas. ¿Quieres oro? ¿Quieres plata? ¿Quieres una majada grande, que cubra todo el valle?
-Gracias, Coquena. No quiero nada de eso…¡Por favor! Ayúdame a encontrar a mi cabrita perdida.


Al dios enanito le brillaron los ojos de contento y, señalando con su mano liviana hacia el norte, dijo: -Sigue hasta donde el desfiladero termina, dobla a la izquierda y hallarás una cueva. Todo lo que esté junto a tu cabra, es tuyo. ¡Es la voluntad de Coquena! Y así desapareció.
En la cueva encontró el Chango a la Negrita y, junto a ella, una bolsa con monedas de oro y plata.
Ya casi amanecía cuando emprendió el regreso a las casas, con sus cinco cabras. La lluvia había cesado.
Cada tanto se daba vuelta, y allá a lo lejos, a la luz de los primeros rayos del sol, le parecía ver los lomos dorados de las llamas de Coquena. 

 

Coquena

 

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